Intentemos suspender la credulidad

¡Hola a todos!

Este es mi primer post, así que me presento: soy un chico nacido en un país llamado España. Y de momento no hace falta que sepáis nada más. Bueno, sí, que soy gay, y que suelo dar bastante la tabarra con el tema de los derechos LGBT. Y es que no me gusta, por ejemplo, que se me presuponga heterosexual o que se me considere, aunque sea de manera inconsciente, peor que un heterosexual.

Alguna que otra vez he discutido con amigos heteros que, de colegueo, me han llamado “gay” y “maricón”. Normalmente, como coletilla de alguna frase de broma, burla, o con cierta carga negativa. Como quien no quiere la cosa. Si me enfado, el argumento al que suelen recurrir para defender la inofensividad de esas palabras es que, si yo no tuviera problemas conmigo mismo, no las vería como insultos, me resbalarían, e incluso me reiría. Porque ser gay no es malo, ¿no? Entonces, si me llaman maricón, solo me están diciendo lo que soy. Es súper obvio que son palabras inocuas y sin connotaciones.

Lo que no son capaces de ver es que el problema radica en que mi condición es (puede ser) motivo de broma, en que ponen esa característica de mi persona en el saco de las características malas. Intento explicárselo de una forma fácil. Yo no me río de tus ojos azules o de tu heterosexualidad, ¿no? Porque no sería gracioso. “¡Jajaja, ojos azules, eres una mutación genética!”, o “¡jajaja, hetero, seguro que tu comida favorita son los mejillones!”. No, no sería gracioso. Y mucho menos podríamos utilizar esas bromas para ser crueles. Inténtalo, piensa cómo lo harías. ¿A que no puedes? Lo bueno de las bromas es que podemos introducir matices para ser irónicos, sarcásticos, y, por qué no, hirientes. En este aspecto, ellos pueden pero yo no.

“Pues, si tanto te molesta, contéstame llamándome gordo o algo así”, me dicen. Obviando que ya me están dando la razón en que son insultos, si tengo que recurrir al ingenio para ser tan hiriente como lo eres tú con una palabra, es que no estamos jugando en la misma liga, por así decirlo. Aunque sea inconscientemente, nos miran desde lo alto de la palestra heteronormativa y nos instan a tragar con que lo nuestro es algo malo. “Soy hetero y voy a hacerte una broma sobre tu sexualidad, que la mía no es graciosa; si bajas la cabeza y te tomas el insulto como algo normal, es que te aceptas a ti mismo. Si no, eres un homonazi”.

Pues no, majo, ya está bien. Abre los ojos. Oye, pero es que ni poniéndoles el típico ejemplo de que la mujer que anda con muchos hombres es una puta y el hombre que anda con muchas mujeres es un machote. Son incapaces de extrapolarlo al terreno de las sexualidades. Aquí es cuando empiezo a darme cabezazos contra la primera pared que pillo.

Una vez, después de una de esas discusiones, me desahogué con un amigo (este sí, es gay); me aconsejó que no malgastara demasiadas energías con el tema, que no podemos cambiar el mundo. “Me niego a pensar eso”, le dije. Si hoy en día hay países en los que los homosexuales podemos casarnos, por poner un ejemplo, es porque alguien un día pensó que podíamos cambiarlo. Uno tiene que empezar por intentarlo en su entorno más inmediato, y si otros hacen lo mismo, es cuestión de tiempo que el mundo cambie un poquito. Hay que empezar por remover conciencias. “Eso es más razonable”, me dijo.

“Podrías escribir un blog”, me dijo también. Así que aquí estoy, a ver si removemos unas pocas.

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